Hace unos doce años Paolo Guidoni, en un bello artículo publicado por la European Science Teaching, titulado «The natural thinking», afirmaba, refiriéndose a la popularización del constructivismo:
“recientemente los investigadores en educación han descubierto que los niños piensan”. Y cuando uno lee la aseveración no puede menos que sonreír por la manera como este investigador italiano expresa la
crítica pero luego, con un poco más de reflexión, la sonrisa se cambia por sorpresa.
Es claro que siempre se ha aceptado y sabido que los niños piensan, pero, el sistema educativo y, en particular, los actos de enseñanza que se dan en las escuelas se han mantenido y siguen manteniéndose
como si se aceptara, sin más, que los niños no piensan. Y esto no es tampoco una afirmación abusiva. Para constatar su significado hecho actuación, basta con ver los ambientes de pasividad que exigen las
prácticas escolares; y para valorar la importancia cultural de esto, recordemos que la imagen que mejor describe lo que es una clase es la de alguien que habla, lee o demuestra algo, frente a un grupo que
sigue la exposición y escribe en su cuaderno. Esto es lo que se piensa corrientemente. Y también se piensa que la clase es mejor si hay mayor atención, orden y silencio … Pero la pasividad no es sólo una forma de transmisión de la información, la pasividad es precisamente lo que se transmite. No sólo con la clase se logra que todos los alumnos den las mismas respuestas a las preguntas que se les proponen (cuando se trata de una buena clase) y que los alumnos protesten si se les pregunta por algo que no se les ha enseñado, sino que en el colmo de la pasividad se pierda toda posibilidad de representación individual. La pasividad es entonces una condición para el éxito personal en una sociedad como la nuestra.
Nosólo aprendemos en la pasividad, sino que aprendemos a ser pasivos. Así pues, la afirmación de Guidoni no es extrema. Hoy en la mayoría de nuestras instituciones escolares continuamos actuando como si los
estudiantes no pensaran. Una consideración semejante es válida también sobre los maestros. Podríamos preguntarnos si la concepción de maestro hecha ley en la Ley General de la Educación no es otra cosa
que la concreción del descubrimiento, también reciente, de que los maestros piensan, cuando se establece por ley su autonomía y se promueve su participación en la elaboración de los Proyectos Educativos
Institucionales y se les incentiva para que, dentro de ciertos parámetros, sean los autores de sus propios currículos.
Claro que todos, maestros o no, sabemos que los maestros siempre han pensado. Pero lo grave es que a los ojos de todos, no solamente no piensan, sino que es mucho mejor que no piensen. Y esa es la
exigencia que culturalmente se hace a aquel intermediario, aun lamentablemente necesario, entre el saber constituido y los estudiantes, entre la irreflexividad de la minoría de edad, llena de exploraciones
peligrosas, y la madurez. Esta situación, muchas veces aceptada por los maestros, se concreta en la obediencia y la disposición para mantener por siempre en nuestra sociedad los estados de cosas en que
vivimos, y en soñar con que si logramos en nuestras escuelas mejores fuentes de información, estaremos más cercanos a las fronteras del conocimiento y entonces llenamos las aulas con ordenadores lógicos
y conexiones de internet, sin percatarnos de que tales herramientas no son ninguna garantía para salir de la pasividad ni para la producción de conocimiento.
En alguna medida las reflexiones sobre educación de los últimos veinte años han tenido estos dos motivos de discusión. Decir que los niños piensan no es un enunciado respetuoso, sino un imperativo que debería
cambiar las prácticas escolares, familiares y sociales. Decir que los maestros piensan no es un enunciado de cortesía, sino que entraña, para los maestros y para todos, una gran responsabilidad social. Los artículos que se recogen en este volumen corresponden a algunas reflexiones de los últimos quince años sobre nuestro sistema educativo, con dos elementos orientadores; por una parte, el convencimiento de que en el centro de los procesos escolares debe estar el alumno como ser pensante, como ser activo y transformador, y que la máxima contribución de la escuela es mantener siempre viva la posibilidad del pensamiento y, sobre todo, ejercida con plena confianza tanto por sus propias posibilidades como por las que se derivan de él.
Y por otra, que es el maestro quien hará posible una escuela en la que el pensamiento esté en el centro de las actividades. Este planteamiento conduce a concepciones de escuela que no son
fáciles de imaginar ya que se oponen a los imperativos culturales que existen acerca de la escuela tanto en su interior, y que son compartidas por alumnos y maestros, como por fuera de ella, exteriorizadas
por las exigencias y esperanzas que para la sociedad representa la institución escolar.
En el desarrollo de los diferentes discursos veremos cómo, cuando se habla de la escuela, no podemos restringirla a los espacios de aula, ni a los trámites exclusivamente ligados con el conocimiento, sino que
es necesario proyectarla de tal suerte que considere el ambiente educativo como una totalidad en donde el régimen de reglamentos y manuales, las relaciones de autoridad y las prácticas frente a los conflictos
son de una importancia capital. El ánimo que nos orienta al publicar estos escritos es poner a consideración una concepción de escuela; algunos los recuperamos de revistas que o bien ya desaparecieron o poseían una circulación restringida, y otros de foros que tuvieron una realización puntual. En la selección y revisión de los artículos intervino muy activamente el profesor Chepe González de la Universidad Pedagógica Nacional. Por esto y por el ánimo que nos brindó para su publicación queremos manifestar nuestro agradecimiento.
Dino Segura
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